lunes, 21 de diciembre de 2009

FijaciON

El estado de bienestar es como esas luces parpadeantes de Navidad, que además van cambiado de color. Se encienden, se apagan, se encienden, se apagan. Pam, bombilla verde fundida. Se encienden, se apagan, se encienden, se apagan.

Analicé todo esto embobada frente a un escaparate de unas grandes superficies anunciando un producto que tardaría tres meses en ser retirado del mercado. Falta de ventas. Mal marketing. Crisis quizá.


Me compré una agenda multifunción digital de última generación con la intención de que pudiera ella administrarme el tiempo mejor de lo que lo hago yo. Además, miré en el catálogo si tenía la capacidad de producir sonidos y llamadas, pues ella respondería por defecto las cosas a las que me apetece decir No, a las que no recuerdo o a las que no me apetece.


Mientras me embelesaba observando los destellos refulgentes navideños, observé que tenía un espejo delante en el que aparecía el reflejo de una joven observándome a mis espaldas. Disimulaba para no ser vista, pero estaba allí.

Al cabo de la semana, estaba en el trabajo repasando fotografías, como de costumbre, cuando me percaté de un detalle anómalo. La misma mujer aparecía en una de las imágenes a modo de extra de la escena en la que existían unos protagonistas principales. Lo primero pudo ser casualidad, pero esto ya me empezaba a resultar delirante. Pregunté al autor de la foto, pero me dijo que no dio importancia a los múltiples viandantes que podía retratar.

Era como si ella quisiera estar allí.


Cuatro días más tarde fui a comprar las entradas de una función teatral única en Barcelona. Pedí horas libres para llegar a tiempo, aceleré mi coche un poco por encima del límite de velocidad establecido, corrí desde el aparcamiento hasta la taquilla… Desalentada pedí como pude un par de entradas, cuando la chica de la garita me dijo que acababan de llevarse las últimas; señalándome a la persona que había realizado dicha compra. De nuevo estaba allí. Tranquila, sonriente e impasible. La chica se cruzaba en mi vida de nuevo a modo de coincidencia.

Esta vez empezaba a resultarme enredoso, pues se había llevado algo que deseaba con fuerzas alguien a quien no conocía pero sí reconocía.


El día de la función me quedé en casa pensando en que esa persona estaría disfrutando del espectáculo en mi lugar. Mientras le daba vueltas al asunto, bajé a tirar la basura. Una fémina paseaba un perro frente a mi portal. Mis pensamientos colisionaron entre sí y no alcanzaba el entendimiento. ¿Qué hacía ella allí? Debería estar viendo la representación… ¡mi representación!

Me miró de reojo y continuó con su camino mientras hablaba con su animal riéndose por verlo hacer un gesto absurdo. Permanecí paralizada, sin saber qué decir. Por supuesto, a los cincos minutos se me ocurrían muchas cosas que podía haberle dicho… a los cinco minutos.


Subí a casa y llamé por teléfono a Sandra, ella siempre me tranquilizaba y me daba consejos racionales. Ella estaba con compañeras de trabajo de cena y se escuchaba el gran griterío del local en el que se encontraba. Me recomendó no darle vueltas a la cabeza y pensar en otras cosas más importantes, decía que mucha gente comparte el mismo contexto que yo y por ello es muy probable coincidir.

Conseguí apaciguarme, me despedí de Sandra y (tal vez fruto de mi paranoia) escuché, entre bullicio, la misma risa de la chica del perro, justo antes de colgar el aparato.

Me metí en la cama con la intención de dormir, pero no podía de dejar de darle vueltas… necesitaba comprender por qué la encontraba en cualquier lugar. Tenía absoluta convicción de que si decidía encargar una pizza, vendría ella a modo de pizzero con motocicleta roja a casa.

A la mañana siguiente, con unas ojeras descomunales me dirigí hacia mi empresa. Al llegar, tenía en mi mesa todos mis enseres en una caja de cartón y a mis compañeros mirándome en la distancia conocedores de algo que yo no sabía. Al becario sobrino de la presidenta le encomendaron la tarea de comunicarme que habían decidido despedirme y contratar a alguien que ya se estaba instalando.

Me fijé atentamente en el despacho del jefe ubicado al final de la oficina y distinguí a la perfección a través de la impoluta cristalera aquella melena negra con un tajante flequillo, aquella sonrisa de carcajada tonta y labio invisible… ¡Era el colmo! ¿Era eso lo que quería? ¿Obtener mi puesto laboral?

Tras el intento de gritar y entrar a la oficina del jefe para amenazarla con que una denuncia le caería por asediarme, el personal de seguridad me llevó en volandas hasta la puerta de salida. A ella la vi a lo lejos llorar, para que los demás sintieran compasión por ella. Aquellas moles humanas nos depositaron en el suelo a mí caja de bártulos.


Lloré en ese instante. Lloré a lo largo del día. Lloré esa semana. Y decidí que ya estaba bien de sollozos y me fui a bailar a un pub que no conocía. Lo pasé en grande con Sandra: risas, baile, risas, conversaciones serias, conversaciones absurdas, risas…

A la mañana siguiente, aún con el dolor de la resaca me puse a buscar trabajo frente al ordenador. Por curiosidad, me metí en la página web del garito del día anterior, cuando mi sorpresa fue encontrar unos diez vídeos colgados por una usuaria con nombre extraño y una imagen con fisonomía conocida.

Definitivamente había dado con una obsesa integral, y yo desencadené en histerismo.


Con el paso de los días me cercioré de que no podía seguir así. Por consejo de Sandra me puse en manos de una psicoterapeuta homeopática para calmar mi irascibilidad.

Siguiendo el tratamiento me dijo que debía llegar a la conclusión que quien estaba obsesionada era yo y no la chica que, por una serie de casualidades, había incidido en unos capítulos concretos de mi vida. No sabía bien por qué pero sentía antipatía y aversión hacia esa muchacha. Me desahogué hablando del tema con una profesional, y me dijo que no era algo extraño lo que me sucedía, que también estaba tratando a otras personas por casos iguales y similares al mío.


En el momento en que salía de la consulta y la empleada me hacía la factura para efectuarme el cobro, una chica que estaba en espera entró a la habitación de la terapeuta. Me giré de golpe y le pregunté a la secretaria:

- ¿Conoce a la joven que acaba de entrar a la consulta?

- Sí, es una paciente.

- ¿Cómo se llama?

- Lo siento, pero no puedo facilitarle ningún dato.

- Bien ¿Y qué hace ella aquí?

- ¿Aquí? Pues supongo que algo no muy diferente a usted. Debe saber que hoy la doctora sólo realiza tratamientos a pacientes que presentan la misma patología, el mismo tipo de fijación.

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