Cuando era bien pequeña mamá me compró una muñeca de trapo. Vestido verde, cabellos dorados, zapatos relucientes. Tenía una cara un tanto esperpéntica, pero aún así la quería mucho.
Su fisonomía peculiar me recordaba a aquella amiga de mi abuela que curaba todos los males con un vasito de agua milagrosa (comúnmente conocido como aguardiente). Ya que tenían un parecido razonable, decidí que ambas debían llevar el mismo nombre. Esperanza. Así quise llamar a mi muñeca.
Jugué, la peiné, jugué, la besé, jugué... y jugué. Era perfecta. Como la quería tanto y deseaba que empezase todos los días con buen pié, tuve una genial idea: le corté la pierna izquierda.
Pasó cinco años compartiendo habitación conmigo; yo tenía mi cama y ella su cesto de mimbre. Pero llegó un día que fue clave para mí... el día en que miré en el cesto y no estaba allí. Miré debajo de la cama, en el armario, en la salita, en el diván... y no la hallé.
Entonces salí corriendo hacia la calle, dejándome la puerta de casa abierta de par en par, cruzando sin mirar. Mi único objetivo era llegar hasta la tienda de ultramarinos en la que compraba mamá los viernes por la tarde. Tropecé con una lata, oí a alguien silbar y entré empujando bruscamente la puerta de la tienda mientras los clientes me miraron desconcertados.
- ¡¡Mamá, mamá!!
- ¿Qué sucede, Hache?
- Mamá no te lo vas a creer, pero hoy es para mí el día más feliz del mundo.
- ¿El día más feliz del mundo?
- Sí, mamá. Sin lugar a dudas...¡el día más feliz del mundo! No encuentro por ningún lugar a mi muñeca.
Mi extremada ingenuidad me hizo llegar a una conclusión: todo aquello cuanto amaba siempre permanecería junto a mí, mamá sería para siempre eterna y nunca debería buscar nada porque nada se me extraviaría. Era evidente, la Esperanza es lo último que se pierde. Jamás volvería a perder algo en la vida.
Mi naturaleza biológica me hizo llegar a la edad del pavo. Simplemente por cabezonería me empeñé en pasar noches fuera de casa para poder hablar a solas con la Luna. A mamá le costó entender que era ella, la Luna, quien me incitaba a salir hasta altas horas de la madrugada, hasta que decidía irse.
En una de las conversaciones con la Luna me dijo que no entendía por qué los hombres eran capaces de hacer relojes para el Sol y ninguno para ella. Me parecía una paradoja. Alguien, en algún momento, debió crear un reloj para la Luna... si no lo habíamos visto nunca, era sencillamente porque no lo habíamos encontrado. Decidí indagar.
Busqué bajo las piedras, vacié el agua de tres pozos, caminé en varios sentidos, me mordí las uñas por el camino, desempapelé diversas paredes...
Mi extremada ingenuidad me hizo llegar a otra conclusión: durante la noche no perdemos el tiempo; tan sólo es que el tiempo se mide con otra realidad.
Finalmente, con los años, conseguí saber dónde se encontraba Esperanza. Cuando hice las mudanzas pertinentes para independizarme e irme a vivir a la estación espacial fundada por mi abuela, encontré varias cajas. Estaba allí, dentro de aquella caja vieja de cartón que había en el trastero, con una etiqueta escrita con Edding: ilusiones perdidas.
Aparté varias cosas que había encima: el seis de enero, el ratoncito Pérez, los gamusinos... cosas que perdí en su día, y hasta ese momento no había caído en la cuenta de ello. Debajo de todo ese montón de cosas estaba allí... Esperanza. Un tanto crecidita, con un poco de polvo, pero igual de bonita que siempre.
Como rescaté a Esperanza, me la llevé... creí que debíamos hacer un gran viaje juntas para hablar de todo lo que nos había pasado durante el periodo de distancia. Desde entonces viaja junto a mí por las estrellas.
Había recuperado a Esperanza... ahora también podría recuperar el tiempo perdido.
*Esperanza fue el único testigo del hallazgo de Hache y Verführer en la Zerbrechlich en 2812.