miércoles, 20 de febrero de 2008

.>· Souvenirs ·<.


¿Sabías que cada vez que parpadeamos se borra un recuerdo de nuestra mente?
No sabría decirte cuáles son, pues ya los suprimí... sin más.
Acabo de hacer desaparecer otro.


Cuando nos sentimos abatidos y desalentados no nos apetece más que dormir... cerrar los párpados para poder colmar un saco con pedazos de nuestra memoria. Sencillamente, el momento nos deriva a solicitar una necesidad humana: olvidar.
Los sueños aparecen con un único objetivo. Intentan, con el mayor disimulo, suplir esos recuerdos durante el instante de la evaporación.

Por el contrario, el hecho de sentirnos pletóricos de placer y entusiasmados, nos hace quedarnos en Babia y con los ojos abiertos. Queremos capturar bien el instante. Queremos exprimirlo al máximo cual limón. Queremos que perdure por siempre jamás... temiendo que un simple pestañeo se lleve uno de nuestros recuerdos, temiendo que aquello que nos extasía quede, por azar, en el cajón del olvido in sécula seculorum.

domingo, 10 de febrero de 2008

~ ~ Le beau film ~ ~


Cinco minutos más. Mañana me pondré el despertador diez minutos antes para tener más tiempo de meditación prematinal... ese dar vueltas y vueltas comprobando que las arrugas de las sábanas permanecen en el mismo lugar.

De repente... me levanto. Me levanto y algo me sorprende. Aparto la cortina para comprobar que este ambiente sombrío es porque hoy ha amanecido nublado.
Me asomo a la ventana, aún sin peinar y con un ojo entreabierto, y me cercioro del escenario exterior. Abro mis ojos desorbitadamente, todavía con una visión un tanto borrosa.
Nada es igual que ayer. En este momento estoy sumergida dentro de una de esas películas en blanco y negro... sin embargo, el contexto es el mismo con algunas permutas.
Me fijo en los hombres que pasan... todos llevan bastón y bombín. Observo a las mujeres de mediana edad que desfilan por la vía... ninguna de ellas sin falda de tubo por las rodillas, zapatos de tacón y pamelas.

Parece como si un tratado internacional hubiese acordado la necesidad de cubrir las cabezas, por miedo a que se escapen los entendimientos.
Mi cabeza sin cubrir... y sin peinar. Quizá mis entendimientos han huido esta noche en un descuido. Empieza a no importarme.

Es hora de vestirme... dejaré que mi vida siga su curso dentro de esta producción a modo Gilda. No tardo en ataviarme, ya que en una película en blanco y negro no existe la preocupación de conjuntar y combinar elementos.
Me paro delante del espejo y compruebo que puedo borrar el reflejo con una goma Milán. Una vez acabo, barro los múltiples restos de goma que han quedado extendidos por el suelo.

Antes de cruzar la frontera de mi hogar con el mundo real, tengo por costumbre ponerme a bailar sin pensar en nada. Mi cadena musical es hoy un gramófono brillante con un disco de vinilo... suena la música de Edith Plaff... “La vie en gris”. Me resulta aburrido, hoy sí, me resulta aburrido.
Pretendo tomarme un café, pero en mi cocina no distingo unos líquidos de otros... todos poseen la misma tonalidad. A causa del resfriado, el olfato me traiciona y no me proporciona pista alguna. Da igual... haré mímica con la primera taza que encuentre, simulando que he realizado el acto del desayuno, fingiendo que este croissant no sabe a cemento.

Bajo las escaleras de caracol que me llevan hasta la portería y salgo a la calle. Los niños, con gorras de paño, juegan como si el día de hoy fuera radiante... miro al cielo y lo sigo viendo gris, nublado, lánguido...
Me detengo en una esquina y me percato de que hay una pareja de ancianos bailando un tango... creo que llevan ahí toda la vida, en pleno movimiento, siguiendo el ritmo, entrecruzando sus piernas y con las manos adheridas.

Cuando me dispongo a seguir caminando, doy pasos de espaldas para no dejar de observar cómo danzan y le piso sin querer la cola a un gato negro. Tras maullar, me dice “Mira por dónde vas”, con aire soberbio. El primer gato que me habla y lo hace de un modo despectivo.
Empiezo a sentirme pequeña. Los edificios crecen y crecen hasta llegar a hacerle cosquillas a las nubes. Los automóviles no se detienen, pues nadie sabe cuándo están en rojo los semáforos.

Me meto en un callejón y camino hasta la vía principal. Observo y... ¡sorpresa! no hay nadie. Silencio. Containers hasta los topes. Silencio. Persianas bajadas. Silencio. Carteles de “Cerrado por descanso del personal”. Silencio. Un micrófono conectado a un amplificador en mitad del asfalto. Silencio.

Me aproximo hacia al medio de la carretera, mirando a derecha y a izquierda... reflejo inconsciente. Puedo cruzar sosegadamente. Me agacho y cojo con la mano zurda el micrófono. Estoy dispuesta a romper el silencio. Estoy dispuesta a hacer que las ondas sonoras de mi voz se cuelen por los rincones.
Temblándome el pulso, aproximo el aparato a mi boca, de modo que sólo aparece un primer plano de mis labios frente a la estructura esférica . Miro de reojo a un lado y a otro por miedo a ser descubierta en situación .

Cierro los ojos y grito. Grito como nunca lo había hecho. Cuando dejo de hacerlo, abro los ojos y compruebo que el sonido está viajando. Percibo el eco.
Vislumbrando la prolongación de la calle, me quedo anonadada y con la boca abierta. Distingo, a lo lejos, un fuerte vendaval que se dirige hacia mí de manera vertiginosa... a gran velocidad... levantando a su paso papeleras y papeles, arrancando bancos del suelo, girando las señales de tránsito... cada vez está más cerca... no sé qué hacer.
Me quedo en el mismo sitio en el que estoy, me levanto y me enfrento al fuerte temporal. No pienso dejar que a mí también me lleve por delante.

Al llegar a mi altura, la fuerza del viento ciclónico no me afecta, sólo afecta a todo aquello cuanto me rodea. Va extirpando lo que encuentra por delante, llevándose consigo el blanco y negro, devolviéndole a las cosas su color y vida anterior. Levantando las persianas, reciclando el material de los containers, girando los carteles de los locales comerciales... haciendo reaparecer a los viandantes, y usurpando de sus cabezas pamelas, bombines y gorras de paño.

El vendaval sigue su curso, recobrando normalidad el lugar en el que me encuentro. Recobrando el color. Recobrando la vida. Recobrando la naturalidad. Recobrando la luz del día. Desaparecen por sí solas las dos franjas de cinemascope.

Me aparto de en medio de la carretera y vuelvo a la acera. Camino dando saltos dirigiéndome a trabajar al gran coliseo, comprobando que la pareja de bailarines siguen ahí, con su tango. Sonrío.
Recordaré que para reconquistar el color no hay que rebobinar la película, sino enfrentarnos al vendaval... realizando un cambio de aires.

Tendré el móvil encendido por si el gato negro cambia de parecer y estima disculparse.

Ahora sí, necesito un café... y conjuntar mi ropa.

Y en mi sonrisa... un caracol.

viernes, 1 de febrero de 2008

Cuando “h” acabó siendo “H”

Cuando era bien pequeña mamá me compró una muñeca de trapo. Vestido verde, cabellos dorados, zapatos relucientes. Tenía una cara un tanto esperpéntica, pero aún así la quería mucho.
Su fisonomía peculiar me recordaba a aquella amiga de mi abuela que curaba todos los males con un vasito de agua milagrosa (comúnmente conocido como aguardiente). Ya que tenían un parecido razonable, decidí que ambas debían llevar el mismo nombre. Esperanza. Así quise llamar a mi muñeca.

Jugué, la peiné, jugué, la besé, jugué... y jugué. Era perfecta. Como la quería tanto y deseaba que empezase todos los días con buen pié, tuve una genial idea: le corté la pierna izquierda.

Pasó cinco años compartiendo habitación conmigo; yo tenía mi cama y ella su cesto de mimbre. Pero llegó un día que fue clave para mí... el día en que miré en el cesto y no estaba allí. Miré debajo de la cama, en el armario, en la salita, en el diván... y no la hallé.

Entonces salí corriendo hacia la calle, dejándome la puerta de casa abierta de par en par, cruzando sin mirar. Mi único objetivo era llegar hasta la tienda de ultramarinos en la que compraba mamá los viernes por la tarde. Tropecé con una lata, oí a alguien silbar y entré empujando bruscamente la puerta de la tienda mientras los clientes me miraron desconcertados.

- ¡¡Mamá, mamá!!
- ¿Qué sucede, Hache?
- Mamá no te lo vas a creer, pero hoy es para mí el día más feliz del mundo.
- ¿El día más feliz del mundo?
- Sí, mamá. Sin lugar a dudas...¡el día más feliz del mundo! No encuentro por ningún lugar a mi muñeca.

Mi extremada ingenuidad me hizo llegar a una conclusión: todo aquello cuanto amaba siempre permanecería junto a mí, mamá sería para siempre eterna y nunca debería buscar nada porque nada se me extraviaría. Era evidente, la Esperanza es lo último que se pierde. Jamás volvería a perder algo en la vida.

Mi naturaleza biológica me hizo llegar a la edad del pavo. Simplemente por cabezonería me empeñé en pasar noches fuera de casa para poder hablar a solas con la Luna. A mamá le costó entender que era ella, la Luna, quien me incitaba a salir hasta altas horas de la madrugada, hasta que decidía irse.
En una de las conversaciones con la Luna me dijo que no entendía por qué los hombres eran capaces de hacer relojes para el Sol y ninguno para ella. Me parecía una paradoja. Alguien, en algún momento, debió crear un reloj para la Luna... si no lo habíamos visto nunca, era sencillamente porque no lo habíamos encontrado. Decidí indagar.

Busqué bajo las piedras, vacié el agua de tres pozos, caminé en varios sentidos, me mordí las uñas por el camino, desempapelé diversas paredes...
Mi extremada ingenuidad me hizo llegar a otra conclusión: durante la noche no perdemos el tiempo; tan sólo es que el tiempo se mide con otra realidad.

Finalmente, con los años, conseguí saber dónde se encontraba Esperanza. Cuando hice las mudanzas pertinentes para independizarme e irme a vivir a la estación espacial fundada por mi abuela, encontré varias cajas. Estaba allí, dentro de aquella caja vieja de cartón que había en el trastero, con una etiqueta escrita con Edding: ilusiones perdidas.
Aparté varias cosas que había encima: el seis de enero, el ratoncito Pérez, los gamusinos... cosas que perdí en su día, y hasta ese momento no había caído en la cuenta de ello. Debajo de todo ese montón de cosas estaba allí... Esperanza. Un tanto crecidita, con un poco de polvo, pero igual de bonita que siempre.

Como rescaté a Esperanza, me la llevé... creí que debíamos hacer un gran viaje juntas para hablar de todo lo que nos había pasado durante el periodo de distancia. Desde entonces viaja junto a mí por las estrellas.
Había recuperado a Esperanza... ahora también podría recuperar el tiempo perdido.

*Esperanza fue el único testigo del hallazgo de Hache y Verführer en la Zerbrechlich en 2812.