sábado, 6 de junio de 2009

Hominis Lapidis

Me baso en algo cierto, ya que le pasó al hijo del primo del cuñado de la hermana de la vecina del cuarto de mi tía Luisa de Toledo.

El muchacho nació a mitad de los años cincuenta en Nigeria, fruto de un romance entre una nigeriana y un misionero surafricano.
La nigeriana murió de un ataque de risa en mitad de la calle, poco después de dar a luz. Al ver que el niño que había llevado durante nueve meses en el vientre era albino, la mujer produjo una carcajada que la condujo al éxitus inmediato. Del misionero jamás se supo.
El pequeño fue llevado a Toledo y dado en adopción al primo del cuñado de la hermana de la vecina del cuarto de mi tía Luisa y a su mujer murciana. Con los trámites de la adopción se perdió el documento que certificaba su nombre… así que nadie lo llamó hasta que el niño cumplió cinco años (debido a la indecisión de sus padres adoptivos). Fue entonces cuando, por su extremada delgadez, todo el mundo se habituó a llamarlo Alan. Parece un nombre de lo más corriente, siempre y cuando no se tenga en cuenta que los apellidos que adquiría de sus padres adoptivos eran Brito Delgado.
No se dormía con cuentos, ya que su madre lo había acostumbrado a leerle el correo comercial del día antes de ir a la cama, por aquello de sacarle algún provecho a aquél montón de papeles inútiles.

Cuando llegó a su segunda década de vida encontró una guitarra con dos cuerdas en el vertedero del pueblo, y empezó a aficionarse a la canción protesta. Se sabía al dedillo “la planta 14” de Víctor Manuel; su madre lo escuchaba, en silencio, con la oreja pegada en la pared del comedor que daba a la habitación de Alan… y lloraba, pues su hermano era minero.
Empezó la carrera de economia, porque estaba harto de que la panadera de la esquina le tomara el pelo y le diera mal el cambio.
Por aquél entonces, tuvo su primera novia. La chica tenía una hermana siamesa, por lo que Alan mantenía una relación que debía contentar a ambas. La muchacha le rompió el corazón cuando le dijo, de la noche a la mañana, que su hermana y ella mantenían una relación con una pareja de siameses.

Decidió un cambio de vida. Dejó la guitarra. Dejó la ciudad en la que vivía y se puso a correr al más puro estilo Forrest Gump; sin rumbo… sin destino. Lo más curioso de todo esto es que nadie lo echó en falta hasta que llegó finales de primavera y, ya que tenía estudios financieros, lo necesitaban para hacer las declaraciones de renta.

Lo encontraron veinte años después, cuando los padres de Alan hicieron un viaje con la asociación de vecinos a la capital catalana; el mozo estaba allí… se había puesto a trabajar como estatua humana en las Ramblas de Barcelona. Su familia tuvo que ir tirándole monedas de veinticinco pesetas para poder mantener una conversación con él, cada vez que le preguntaban algo le debían lanzar una moneda al plato para que éste se moviera y pudiera contestar. Aquella tarde se gastaron cuatro mil setecientas setenta y cinco pesetas, pero aquella plática no les sirvió de mucho.

Al día siguiente, volvieron a visitarle. Su madre lo saludó, dejando caer en el aire la primera moneda, pero no mantuvo respuesta alguna. Repitió el mismo rito… tampoco la obtuvo. Probó el padre y no hubo resultados. Vaciaron sus monederos y todo cuanto llevaban encima, apretando los dientes, deseando recuperar el tiempo perdido con aquél hijo que tanto habían buscado; Alan permanecía inmóvil.
La gente que pasaba alrededor vio los ojos ensangrentados de la mujer y los puños prietos del hombre, y decidieron ayudarles arrojando monedas, billetes y pertinencias de valor, creando así una montaña de más de un metro.
Se fueron concentrando personas, formando un gran corro, visualizando como aquél ser permanecía inerte. Empezaron a darle pequeños golpecitos en la espalda y en la cabeza; acabaron entre unos y otros zarandeándolo. Hubo hasta quien se atrevió a aplaudir, pensando que aquél hombre estaba ejecutando su trabajo a la perfección.
Alguien vaticinó “Está muerto… se está poniendo muy pálido”. La madre lo negó con una justificación “No puede estar muerto, lo que pasa es que siempre ha sido albino” . Una mujer que salía de la Boquería anunció “Si llevan tantos años sin verle, quizá ya no es albino, a lo mejor no le gusta y ha decidido que ya no lo es más”. La gente asentía con la cabeza al comentario tan racional de aquella espontánea y se fue creando una especie de bullicio entre la gente.
En aquél tumulto de gente se encontraba un forense que exploró el cuerpo notando que se había producido una petrificación y dio el pésame a los padres. Un aplauso ovacionó al forense, a quien se le saltaron las lágrimas tras sentirse como el protagonista de un musical de Broadway (su gran sueño), alzó las manos en señal de agradecimiento a todo el mundo y saludó.
Todos los que estaban en el acto creyeron conveniente dejarlo allí, en las Ramblas, tal cual había fallecido quedándose petrificado en una postura un tanto incómoda junto al quiosco del letrero rojo.
Los padres aprovecharon la mitad del montón de dinero acumulado al inicio del embrollo para pedir permisos al Ayuntamiento y poder comprar bronce, fundirlo y cubrir totalmente al hijo, para poder así perpetuarlo como una verdadera estatua humana en las Ramblas de Barcelona. La otra mitad la emplearon en las reformas de la cocina y en el billete de retorno a Toledo.

Cada año, cuando llega el 30 de febrero, el primo del cuñado de la hermana de la vecina del cuarto de mi tía Luisa y su mujer murciana acuden a la estatua de su hijo para llevarle flores en conmemoración al día en que se petrificó para el resto de sus días.