La pequeña Souriante habitaba aquel lugar. Como todas las jóvenes del lugar, ella había adoptado, al nacer, la forma de caracol.
Las personas adoptaban una forma u otra, según el sino que se les otorgase en la partida de nacimiento. Los que nacían y se les predestinaba a ser príncipes, como bien es sabido, debían trasformarse en ranas. Del mismo modo, las muchachas que debían ser princesas adoptarían la forma de caracol.
Souriante acostumbraba a ir despacio, puesto que la velocidad la espantaba. Pese a que la vida de caracol no le ocupaba mucho tiempo, solía agobiarse con frecuencia. Odiaba que, por ser caracol, los problemas tomaran una velocidad lenta en extinguirse.
Un día, con su parsimonioso ritmo, decidió arriesgarse a subir a la colina más alta del país. Decidió enfrentarse a los peligros del camino, puesto que era más importante la necesidad que sentía por vivir la vida que anhelaba. Una vida en la que poder ver las cosas desde una cierta distancia, para tener claro el camino que escoger.
Después de largos años de camino hacia la cima, por fin llegó. Una vez allí, se dio cuenta de que existía una visión muy diferente del mundo, de las cosas, a la cual ella había estado acostumbrada. Souriante suspiró y, a los pocos segundos, sonrió espléndidamente. Descansó y se tomó la licencia de descansar y reflexionar... sin dejar de observar lo que tenía ante sus ojos.
Se despojó poco a poco de su caparazón de caracol, que se resquebrajó con un crujiente sonido. No necesitaría otra protección más que la de sí misma. No necesitaría cubrirse con nada, más que con sus propias sonrisas.